sábado, 31 de agosto de 2013

Mañana en ayunas

Eme despertó aquella mañana exaltada por el propio silencio feroz de su existencia. Incluso las paredes de su habitación le parecían más negras que de costumbre -quizá fuera la maldita depresión que la volvía a acechar- y las persianas dejaban entrar los primeros destellos de luz. En efecto, era uno de esos días idílicos y soñados por la mayor parte de la población, cuyos cerebros estaban regidos por la fiel monotonía, celebrando una falsa felicidad los días de descanso que Eme nunca logró entender. ¿Qué había de especial en aquel día? Nunca fue partícipe de las reuniones sociales, le parecían todas tachadas por la hipocresía y los convencionalismos. De hecho, creía que si aquellas reuniones durasen más de dos días las anécdotas y los chistes se agotarían y tan solo quedaría en aquel lugar un conjunto de individuos necios buscando una mutua  y miserable compañía por ser incapaces de aguantar su propia soledad. Era y sigue siendo ridículo, pero, al fin y al cabo, Eme sentía piedad y una pizca de lástima por ellos. ¡Necesitan hablar con otras personas porque no pueden decirse algo interesante ellos mismos! Sus ideas son inconsistentes y sus conductas estaban marcadas por la situación, balbuceaban risas fingidas y su dicción al hablar sonaba a una copia mal echa de alguna figura polémica del momento. Sentada en la cama, mirando al infinito e intimidándolo con su verde mirada inquisitiva  y con los pies cruzados, pensaba todo esto y se decidió volver a acostar; evidentemente, prefería el ruido agitado de su perturbada y bizarra mente que el silencio obligado de las almas pequeñas de su generación.