martes, 3 de septiembre de 2013

La obsesión del destino

Puede ser que obsesionarse según con qué cosas no sea del todo malo. Nos obsesionamos con el estudio, con el deporte, con el trabajo, con algunos libros, con la belleza. Y lo hacemos simplemente porque aspiramos a ser los mejores en eso, a lograr la mejor versión de nosotros mismos -como tú decías. El verdadero problema llega cuando uno se obsesiona con las personas. Si fuéramos perros o gatos, no importaría en absoluto, pero los seres humanos tenemos un mecanismo más complejo, más enredado. Resulta realmente difícil delimitar la línea que separa estar obsesionado con alguien y estar enamorado de alguien. 
Tú solías decirme que la diferencia está en si prefieres la felicidad de la otra persona antes que la tuya, si estaría dispuesta a dejar que fuera feliz, aunque no conmigo como hasta entonces. Yo te miraba y me veía, dudaba unos instantes y decía que era demasiado egoísta para eso. Tú te reías y me acariciabas la mejilla. Luego me abrazabas mientras yo me quedaba casi paralizada. No quería abrazarte, no quería volver a caer. 
Siempre he sido un poco caótica y por mi mente no paraba de ambular imágenes y sonidos de los más extraños, como si se tratase de un cortometraje sin sentido alguno. Pero durante aquellos años, en mi cabeza solo estabas tú. 
Tardé un invierno en darme cuenta de que estaba perdidamente enamorada de ti, pero entonces ya era demasiado tarde para remediarlo. Era la primera vez en mi vida que no sabía cómo actuar, no sabía quién era ni en lo que me estaba convirtiendo. Opté por callar y, poco a poco, fui sintiendo que las palabras que no decía me estaban estrangulando, mientras tu te quedabas ahí, a mi lado, mirando con tus ojos del color de las aguas griegas cómo yo iba muriendo ahogada. Lo peor es que casi en el último segundo antes de morir tú me salvabas, me volvías a abrazar y yo, de nuevo, volvía a quedarme paralizada.  Me volvías a cortar la respiración. Jugabas a un juego en el que nunca nadie me preguntó si quería participar. Pero, hasta tú, cometiste un error: olvidaste que corrías también el riesgo de perder.
Al cabo de unos meses, me decías que yo estaba loca y agradecías eso. Decías que era la única forma de poder conocerme de verdad. Yo te expliqué que el conocimiento total entre dos personas era imposible y tú dijiste que lo intentarías, una y otra vez, hasta conseguirlo. Que no pararías hasta lograrlo. 
En cierto modo, yo te quité la venda de los ojos y te enseñé lo miserable que podía llegar a ser el mundo, un lugar donde a mí, afortunadamente, ya me habían intentado quitar a martillazos cualquier tipo de idea utópica. Cuando te diste cuenta de eso, entonces y solo en aquel momento, te enseñé la belleza del universo. La teluridad del destino y la oniria que se escondía en nuestras miradas. Me hablabas de tus inquietudes y de tu alma. Me rebelaste tus pensamientos. Te rebelaste. Yo me contagié de tu euforia y también me rebelé. 
Íbamos juntos por las calles siendo conscientes de nuestra individualidad, corríamos por la playa de noche y luego nos tumbábamos en la arena a contar estrellas, dando caladas a un cigarrillo entre risa y risa.
Pensé que, por fin, el destino se apiadaba un poco de mí, de nosotros. Que por primera vez, el mundo era un pañuelo contigo y nos concedió el lujo de comenzar un revolución que empezaba en nuestro interior, una manifestación lenta pero inexorable de juventud. Nos creíamos inmortales y lo malvado es que puede que durante aquellos instantes lo fuéramos. Pensé que efectivamente, en algún lugar de ese cielo que tantas preguntas sin respuestas nos formuló, estaba escrito que nuestras turbias existencias habían sido creadas porque inevitablemente se debían encontrar.